viernes, enero 07, 2005

Ciudades desiertas

Acababa de recordar, con toda exactitud, el sueño que esa mañana había tenido al despertar en su cama de la ciudad de México. Había soñado que llegaba a su departamento y Susana le decía espérame tantito, tengo que ir a arreglar un asunto muy importante. Eligio la seguía hasta una casa en una colonia de clase media. Allí él se asomaba por la ventana y veía que su mujer se desnudaba y miraba lasciva-desvergonzadamente a un hombre inmenso, muy blanco, velludo, quien también se quitaba la ropa, ¡en la mismísima sala, qué tipos, no es posible! Eligio vio también que en la ventana opuesta se hallaban dos borrachines fascinerosos, codeándose. Uno de ellos, incluso, saludó a Eligio agitando la mano y con un guiño cómplice. Las pantaletas de Susana volaron cerca de la ventana de la calle y uno de los borrachines incluso trató de atraparlas. Eligio consideró que era una verdadera ignominia que el gigantón se dejara puestos los calcetines, y que tuviera un pene desmesurado y ancho como un tronco de arbusto. Y era un tormento ver a su mujer acariciándose los senos, oprimiendo los pezones, con los ojos vidriosos, en verdad estaba caliente, con una sonrisa lujuriosa que jamás le había mostrado a él cuando copulaban, y eso era lo que estaban haciendo el par de cabrones: Susana, sin dejar de acariciarse las chichis, se había acomodado lentamente en el velero vergantín del gigante blanco y en la ventana opuesta a los fascinerosos se les había unido una pareja de viejitos y ellos, muy serios, tampoco perdían detalle de lo que ocurría dentro y procuraban ignorar las risotadas, los jadeos burlones y los codazos que
los cochambrosos se dedicaban mientras Susana subía y bajaba al compás de esta canción.


--José Agustín. Ciudades desiertas.

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